Cuando de autobiografías se trata...
Para contar esta historia, es necesario
ubicarse en un pueblo donde lo único que existía por ahí del ’92 , era polvo,
arena y mar. La Paz.
Antonio García y Virginia Ibarra,
llevaban cinco años de casados, una casa muy humilde, una hija de tres años
llamada Carolina, y una relación tan amorosa, que los llevó a lo que sería una
calurosísima noche en el hospital un trece de Julio. Después de horas de
trabajo de parto, dificultades médicas, y maniobras heroicas por parte de los
doctores, se escuchó por todo el hospital, el primer grito de los millones que procederían
de este ser humano: Ana Karen, la principal fuente de dolores de cabeza de esta
joven pareja, de su hermana, y de todos los que estaban por conocerla.
Ana creció rodeada de barro, arte y
esmalte. Ser nieta de artesanos, hacía que todo esto, y su ropa llena de
barniz, óleos y mugre fueran de lo más común. Sin embargo, aprendió a leer
utilizando una computadora, y la primera palabra que leyó en voz alta, fue
“Windows”. A partir de entonces, leer se convertiría en una de sus actividades
favoritas.
Ana siempre supo que le gustaba
escribir, desde que aprendió como hacerlo, pasaba las noches escribiendo en su
diario cualquier acontecimiento importante del día. Años después, claro está,
quemó todas esas hojas para no admitir ser la autora de semejantes
incoherencias.
Fuera de lo común, Ana nunca pasó por la
etapa en que se odia a los niños, al contrario, ella nació enamorada de ellos.
Desde que tiene memoria, tuvo novios porque ella así lo decidía, y los dejaba
de la misma manera. A los nueve años, su
filosofía se basaba en que no tenía porqué rechazar a alguno cuando había
suficiente para todos.
A
pesar de que sus padres quisieron que fuera una niña disciplinada, Ana pasaba
más horas del día en la dirección castigada que en el salón de clases. Era tan
hiperactiva, que incluso un día tuvieron que mandarla a su casa porque no
soportaban tenerla en la dirección haciendo preguntas y bailando durante su
castigo.
Éste personaje siempre ha corrido con
suerte, y así fue como un día, su mejor amiga la invitó a un tour por Europa
todo pagado, pasando así su cumpleaños número diecisiete llorando de emoción
por el show de luces que presenciaba bajo la torre Eiffel.
Al terminar la prepa, después de muchos
regaños, más direcciones visitadas, y una directora llena de canas, Ana se fue
a Canadá, donde una serie de eventos marcarían su vida para siempre, incluyendo
uno muy literal, su primer tatuaje.

Ana aún no está segura de qué quiere hacer con su vida futura, muchas
veces ni siquiera sabe lo que quiere hacer al día siguiente. Prefiere pasar el
tiempo leyendo, viendo películas ó series, para mantenerse alejada de la
realidad y se le dificulta ser una persona tolerante. Cuatro tatuajes, un
corazón roto y remendado, y mucha agua salada después, Ana sigue esperando llegar a ser alguien que
haga un cambio aunque sea chiquito en el mundo.
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