La Cuerda.
Me encontraba sentada en la orilla de mi fría y des tendida cama. Las flores púrpura del estampado de las sábanas parecían ser lo único con vida en la habitación. Yo sólo la miraba a ella, como si ahí reposaran las respuestas a todos mis problemas. Y ella estaba tan tranquila, yacía en los fríos azulejos blancos del piso de lo que algún día fuera mi escondite favorito.
Comencé a mirar a mi alrededor y observaba con detalle cada parte de aquél paraíso adolescente de cuatro paredes, recordé al ver aquellos pósters el porqué de mis gustos musicales, las fotografías con personas que alguna vez dijeron ser cercanas a mí, parecían ahora rostros desconocidos.
Y ahora sólo me quedaba ella. La miré en el suelo de nuevo. Me acerqué un poco a ella y la acaricié suavemente. Un sentimiento desconocido me erizó la piel. Tanto había esperado este momento, tantas veces lo había recreado en mi cabeza, y hoy estaba aquí, ahora. En mi habitación, junto a mi cama, ella y yo. Nada más, nadie más. El sonido del silencio proveniente del resto de la casa me recordó que no tenía mucho tiempo de mi lado. Tomé la carta escrita horas antes, la coloqué sobre aquellas flores púrpuras, y así las hice testigos de un amor infinito.
La tomé lentamente, la tomé del suelo y con unos movimientos, ella estaba lista para mi, o al menos todo indicaba eso. Tomé mi ropa interior más bella y me alisté rápidamente sin darme tiempo de cambiar de opinión. Lucía mi vestido favorito que dejaba a la vista mis extrañas rodillas y mostrando un poco de muslo. Estaba lista. Me paré frente al espejo, tomé mi cabello y lo peiné con mis dedos al mismo tiempo que veía mis lágrimas caer al piso una a una. No podía arruinar el momento. Simplemente no debía permitírmelo. Salí corriendo y las yemas de mis dedos comenzaron a sentirla, erizándome la piel una última vez al pasar por ella. Tomé sus extremos y las coloqué sobre mis hombros, se sentía tan real, tan cercano. Con los ojos cerrados y la ayuda de mis manos la pasé hacia mi cuello, ya no había vuelta atrás. Mi respiración se agitaba con el paso de los segundos.
Recordé el momento en que tomé esta decisión, y rogué a dios por su existencia y compasión.
Sin más, subí a la silla, y soltando un último suspiro, me entregué a ella. La cuerda.
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