Siempre que vuelvo a mi lugar de origen, donde el mar, el desierto y el cielo se funden para crear un paisaje maravilloso, me pongo a pensar en un millón de cosas que no puedo evitar tener en mi cabeza dando vueltas una y otra vez. 

Al contemplar el color naranja tan intenso en el cielo, los pelícanos volar a unos metros de mí, y el sonido de las olas al estrellarse con las rocas en la orilla, recuerdo lo bonito de la vida, esas cosas que están ahí y no me doy la oportunidad de contemplar, o que normalmente no puedo disfrutar porque atorada en la ciudad y su tráfico, los pendientes y el estrés, simplemente no están a mi alcance como aquí lo estarían. 

Mi familia, el ruido del las piezas de cerámica al acomodarla en los estantes, los besos llenos de barro de mi abuelito y el olor de la cocina de Doña Juanita. Todas esas cosas que hacen que se me ponga llenito el corazón y me sienta plena, nada de eso tengo allá, donde ahora vivo. 

Y esque me dicen que tengo que luchar por mis sueños y dedicarme a perseguirlos, hacer hasta lo imposible por ser mejor que ayer y hacer lo que todos dicen, es parte del éxito. Pero, ¿qué me asegura que mi felicidad está en una ciudad con 1 495 182 habitantes? Donde no existe el placer de disfrutar de lo más simple. 

En mi pueblo uno anda como puede, los domingos se usan para andar en chanclas e ir a la playa, nada de plazas y ropa cara. Aquí el tráfico es cuando se va a maleconear y entre más lento mejor se pone el asunto porque más tiempo tienes de disfrutar. 

A veces quisiera olvidar la felicidad que siento de estar aquí y enfocarme en los sueños y metas que estoy cumpliendo allá...

Recordar que estoy trabajando duro para lograr ser mejor persona de lo que era ayer. 

Pero cuando vuelvo a mi lugar de origen, donde el mar, el desierto y el cielo se funden para crear un paisaje maravilloso, me pongo a pensar en que aquél pescador que intenta alejar a las gaviotas de su pesca es igual que yo, y está siendo feliz en este lugar que tiene mi corazón....