Capítulo 1.
1
Un rayo de luz la hizo abrir los ojos, Paulina sintió el
peso de sus párpados al cerrarlos, sabía lo que aquello significaba: lágrimas
de la noche anterior. Volvió a sentir el vacío que había dejado Santiago desde
su despedida. Sin embargo no era un sentimiento nuevo, era un típico despertar.
2
Septiembre 2010.

- Nos vemos, se me hace tarde. – gritó
mientras abría la puerta. Paulina siempre andaba con su melena suelta, larga, ondulada
y sin peinar de un castaño oscuro que hacía juego con su piel morena. Siempre
tenía sus ojos grandes bien abiertos con un toque de coquetería agregado por
sus largas pestañas.
- Hasta luego, el clima está perfecto para
tener un hermoso día- esa era la respuesta que obtenía todos los días de
Norman, el señor de la casa, siempre hablando del clima para evitar una conversación más profunda, muy al estilo Canadá.
Paulina perdía la noción del tiempo mientras observaba
los árboles por las mañanas, y les deseaba en voz baja los buenos días.
El sonido de su autobús pasando enfrente de ella fue
lo único que logró despertarla de su fantasía.
- No otra vez, no
por favor. - pensó mientras corría a la parada para ver a que hora pasaría el
próximo.
-9.15am, si claro, no
llegaré a tiempo, voy a tener que caminar de nuevo, Si tan sólo hubiera
despertado 5 minutos antes- Mientras seguía discutiendo consigo misma, comenzó
a caminar.
Por fortuna, la casa donde vivía estaba cerca de su
escuela, sin embargo, el paisaje que tenía que cruzar era tan encantador que lo
que podían ser 10 minutos de camino, para Paulina eran 20 de soñar
despierta.
Amaba patear las hojas que comenzaban a caer, o pasar por
la calle dedicada a los turistas, donde se ubicaban las carrozas con caballos.
Al llegar al puerto por donde tenía que cruzar, se quedaba observando a las
personas que pasaban por ahí, los viejitos eran sus favoritos, aunque claro que
los jóvenes en traje que pasaban muy de prisa con su portafolio en mano,
siempre robaban su atención.
La ciudad de Victoria era en su opinión, una de las
mejores ciudades del mundo, tranquila y sobre todo, romántica. Soñaba vivir una
historia de amor en aquel lugar, tenía los escenarios perfectos para tener una
pareja y disfrutarlos en su compañía, pero no era así.
Había dejado en su ciudad un amor al cual añoraba muy
frecuentemente, pero no estaba ahí para poder compartirlo con ella.
-Ojalá pudiera enamorarme aquí- pensó al
cruzar la calle adornada con faroles aún prendidos a falta de luz en la mañana.
Al pasar por el gran reloj ubicado en el puerto se dio cuenta que tenía que
correr, no tenía tiempo de imaginar su romance perfecto en aquel lugar.
Al llegar a la escuela, aún tenía unos cuantos minutos
para saludar a sus amigos, todos hablaban el mismo idioma, todos del mismo
lugar, habían ido allí a estudiar inglés.
-¿Otra vez caminando? Despiértate mas temprano, siempre
pierdes el autobús. - dijo Jimena con una sonrisa en la boca que hacía ver sus
mejillas muy marcadas.- Paulina siempre había envidiado su sonrisa. Jimena llevaba el
cabello negro y corto y siempre usaba unos jeans que le quedaban
perfectos.
- No sonó el despertador, lo juro. - antes de terminar,
el timbre los interrumpió. – Y ¿ellos
quienes son?- preguntó Paulina.
- Son Mexicanos también, acaban de llegar- contestó
Manuel mientras se acomodaba el cabello hacia delante. Era el más joven de
todos, pero el más coqueto, sin duda. Su mirada era imposible de evitar.
Considerando que todas las clases eran en inglés, y
muchas veces aburridas, la hora favorita de todos era la hora de la comida ya que podían hablar español en secreto.
-Invité a los nuevos a la fiesta de hoy. - dijo Daniel
sin retirar los audífonos blancos que siempre llevaba puestos.
-¿Por qué? - preguntó Paulina mientras abría su bolsa de Doritos.
- ¿Por qué no? Es una fiesta mexicana, deben estar
también.
Paulina abrazó a Israel, quien se había convertido en su mejor
amigo en Canadá. Era alto y delgado, su piel blanca lo hacía lucir muy
atractivo con su largo cabello oscuro. Y
decidió ignorar a Daniel.
Durante la fiesta Paulina no cruzó palabra alguna con los nuevos, únicamente les pidió de favor cuidar su cámara mientras el resto
disfrutaba en la pista de baile.
-Qué amargados.-
pensó.
Eran dos hombres, Alberto, que era muy alto, de cabello
claro y largo y vestía bien, y Santiago, que tenía piel blanca, mejillas
siempre ruborizadas y un cabello dorado, corto y rizado que junto con sus ojos
color miel, lograban un aspecto tierno pero atractivo en él.
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