A lo que sabe la libertad.
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El tiempo corría y ninguno de nosotros lo notaba. Nadie veía su reloj, nadie contaba los minutos. No había prisa. Sólo existía ese momento. Sólo existía esa botella de vino. Sólo existíamos nosotros. Y bueno, aquél señor que intentaba orinar detrás de un árbol, pero todo era perfecto, incluyéndolo a él.
Tomamos la cámara y empezamos a disparar, queríamos capturar lo irrepetible de ese momento. La magia que se vivía al ver el sol sobre las flores miniaturas color blanco que adornaban nuestro escenario. Nos reímos. Nos reímos mucho.
Estábamos en París, que a pesar de su mal olor y su horrible metro, estaba lejos de casa. ¡Estábamos del otro lado del mundo, así de lejos! Y solos. Nos teníamos los tres, a nadie más. Volvíamos a reír. Incluso nos detuvimos un momento a apreciar lo que estábamos viviendo, ¿cuántas veces se detiene uno y observa a su alrededor? Nos sentíamos afortunados. Lo éramos. Lo somos.
Estar ahí, sentada frente a mis mejores amigos en un jardín solitario frente a la torre eiffel.
Escuchando al mundo seguir su ritmo, seguir sus vidas. Y en medio, nosotros.
Y en ese momento supe a lo que sabía la libertad.
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