Nos recuerdo.
La chimenea está ardiendo frente a mí, el calor llega a nublarme la vista por instantes. El ritmo del fuego me tranquiliza. Intento entender en qué momento el tiempo pasó tan rápido, en qué momento nos hicimos "grandes". Nos recuerdo de veintitantos, con la mirada llena de esperanza y el alcohol haciendo girar nuestras cabezas, sentados en mis sillones viejos, esos sillones sucios y rotos que eran parte de lo que orgullosamente llamaba hogar. No tenía más, no necesitaba más. Hablábamos de todo y nada. Teníamos sueños. Solíamos pasar las horas imaginando nuestro futuro. Vivir juntos. Cambiarnos de país. Empezar un negocio. Una editorial. Con un café. Y una galería. Tendríamos un perro, por supuesto. Nos dividíamos los roles laborales, imaginábamos todo. Estábamos listos. Listos para comernos el mundo en cada paso. Porque eso tiene la juventud, te deja jugar a soñar, te deja ser quien quieres ser. Cierro los ojos. Siento el fuego de la chimenea calentar mis párpados, si me acerco más podría llegar a quemarme. No lo intento. Quince años atrás lo hubiera intentado, sólo por sentir. Nos recuerdo de veintitantos y nuestras ganas de conocer el amor. Lo buscábamos en todas partes. Parecíamos insaciables. Recuerdo las veces que sentimos no tener solución. Que estábamos rotos y no sanaríamos nunca. Nos recuerdo intentándolo de nuevo tres meses después. Lo recuerdo todo. Patanes, caballeros, incluso recuerdo al que fue el amor de mi vida por una noche y nada más. No tengo claro los nombres. Pero sí lo que nos hicieron sentir. Supongo que lo recuerdas también. Vuelvo al presente y te veo ahí parado. Tan arreglado como siempre, lo diferente es la sonrisa. Te noto pleno. No parece faltarte nada. Mi cómplice de toda la vida. Tan seguro y comprometido con el futuro. Tantas veces soñamos con Madrid, con encontrar el amor en un café. Hoy dejamos de jugar. Estoy frente a la chimenea de tu piso, viéndote feliz. Tomas de su mano y tu mundo parece tener sentido. Es ahora tu sonrisa la que calienta mis párpados. O la chimenea. No lo sé y no quiero saberlo. Lo disfruto. Recuerdo nuestros amigos de universidad, aquellos que creímos que serían para siempre. De muchos no sabemos nada. Otros están aquí. Otros que probablemente nos recuerdan de veintitantos también. El ritmo del fuego me tranquiliza. Sin embargo, no puedo tranquilizarme demasiado. Debo recorrer cinco cuadras por Madrid. Volver al trabajo. Cerrar la editorial y alimentar a Cacho, nuestra mascota compartida que vive en el jardín de la galería. Esa galería que en algún momento de la vida sacamos de nuestros sueños y la hicimos realidad.
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